El arte urbano en España: entre el auge y la precariedad.
- Sake Ink
- 18 jun
- 3 Min. de lectura
En los últimos años, el arte urbano vive su época dorada en España. Hay festivales por todo el país, muros que antes estaban vacíos ahora rebosan de color y formas, y cada vez más ayuntamientos y entidades apuestan por proyectos relacionados con el muralismo o el arte urbano como medio vehicular/cultural. Desde fuera, todo parece un escenario ideal. Y, en parte, lo es: quienes antes lo teníamos como hobbie, hoy día es nuestro trabajo. Hay algo casi poético en esa transformación. El arte urbano ha encontrado un hueco en lo institucional, en la sociedad, y eso, sin duda, ha abierto muchas puertas.
Pero no todo lo que brilla es oro.
Desde dentro, empieza a sentirse un ruido incómodo. Aunque hay más oportunidades, también hay más precariedad disfrazada de oportunidad. Festivales en los que se prioriza la imagen del evento por encima de la dignidad del artista. Murales que se venden como “intervenciones artísticas” pero que no respetan ni el contexto del lugar ni a quienes lo habitan, y sobre todo, una alarmante costumbre: la de no pagar al artista, o la de pagar más a quien gestiona o produce el evento que a quien se sube a pintar el muro, que es, al final, quien da sentido a todo, quien ejecuta y quien trabaja.
A menudo vemos convocatorias para artistas urbanos donde o no se paga directamente, o la cantidad que recibe el artista en concepto de desarrollo de obra es irrisoria.
Con esto no se quiere decir que no sean legitimas, pero quizá no justas. Recordamos que la mayoría de los proyectos que se ofrecen tienen financiación institucional, con lo que siempre se puede encontrar un camino para unos sueldos mas justos para los artistas, y no que se den situaciones como por ejemplo, que se pague más por el escenario del cierre del evento, o por las grúas o andamiajes, que por el propio caché del artista.
Por otro lado, estos festivales sirven de escaparate al artista, son oportunidades para crear su portfolio y para posicionarse en la escena del arte urbano, por lo que aunque las condiciones no sean las más adecuadas, hay una dualidad que hace que todos los artistas urbanos, en algún momento, acepten la precariedad en pro de la visibilidad, asistiendo a la multitud de festivales que hoy día hay, pero este modelo, basado en la cantidad más que en la calidad, empieza a pasar factura.
Porque aparte de la precariedad que en muchos eventos se ve, existe la tendencia de pintar por pintar, todo es valido sin importar mas allá del redito del propio proyecto.
En este sentido, se ven pueblos llenos de murales que no dialogan entre sí, que no cuentan nada del lugar, que no mejoran ni la estética ni la vida de quienes lo habitan, donde más que una aportación artística, es una imposición. El espacio público no es una galería de arte al aire libre para usar sin cuidado, sin respeto y sin relación a quienes a diario ‘lo consumen’. Es un espacio compartido, con memoria, con historia, con necesidades. Y si no se respeta, lo que podría ser una herramienta poderosa de transformación, se convierte en simple ruido visual, en algo impuesto.
Lo que me pregunto es: ¿estamos construyendo algo duradero que se consolide en el tiempo como una forma más de expresión contemporánea, o solo llenando paredes? ¿Estamos dando valor real al arte urbano o solo alimentando un circuito donde el artista es lo menos importante?
Como muralista profesionalizado, celebro este momento que vivimos, pero también siento la necesidad de cuestionar y de invitar al debate. Porque si no cuidamos lo que estamos construyendo, puede que esta etapa que parecía tan prometedora acabe siendo solo una moda más. Y el arte urbano, al menos el que yo defiendo, no es una moda: es nuestra manera de vivir, es nuestra vida.



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